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Conversación con Daniel Capó
En esta larga conversación con Daniel Capó para THE OBJECTIVE, el autor noruego indaga acerca de las causas de nuestra crisis moral y cultural, reflexiona sobre el nihilismo y las pasiones humanas, reivindica el anhelo de la eternidad y nos habla de su propia fe.
El obispo de Trondheim, en Noruega, el monje trapense Erik Varden (Sarpsbor, 1974), es uno de los pensadores más originales y fascinantes de la actualidad. Con una exquisita formación académica y cultural – un doctorado por la universidad de Cambridge adorna su currículum-, la obra de Varden se asoma a los grandes interrogantes de la humanidad con una mirada que contempla el pasado y se dirige en diálogo hacia al futuro. La editorial Monte Carmelo acaba de publicar en español La explosión de la soledad, un fulgurante ensayo sobre la memoria, el olvido, la soledad, el silencio y la esperanza. En esta larga conversación con Daniel Capó para THE OBJECTIVE, el autor noruego indaga acerca de las causas de nuestra crisis moral y cultural, reflexiona sobre el nihilismo y las pasiones humanas, reivindica el anhelo de la eternidad y nos habla de su propia fe.
Su biografía es la historia de una conversión que nace del contacto con el sufrimiento –el encuentro que tuvo de niño con un hombre torturado durante la II Guerra Mundial– y con la belleza –la Sinfonía Resurrección de Gustav Mahler que escuchó en su adolescencia–. ¿Por qué la ética y la estética le condujeron al cristianismo?
Me inclinaría a decir que, propiamente, no fue que la ética y el arte me condujeran al cristianismo, sino más bien que la proclamación cristiana me llegó a través del arte. Nunca debemos olvidar que el Verbo se hizo carne y que el Verbo hecho carne es el principio por el cual existe la realidad. En todo podemos encontrar un testimonio potencial de la Palabra. Se dice que en el día de Pentecostés, en Jerusalén, todos escucharon el Evangelio de la resurrección de Cristo proclamado en su propio idioma. Entiendo que esto significa que no sólo el Espíritu puede comunicarse en una variedad infinita de lenguas, sino que también emplea un lenguaje que se adapta a una multitud de sensibilidades. Es decir, busca alcanzarnos allí donde puede. Y, en mi caso, fue el lenguaje de la música lo que abrió, por primera vez, mi mente y mi corazón a la realidad de un anuncio que antes no me había interesado al recibirlo sólo de palabra.
Su libro La explosión de la soledad lleva como subtítulo «Sobre la memoria cristiana». Antes de empezar a hablar de él, me gustaría preguntarle por su propia memoria con la mirada puesta en el famoso verso de T. S. Eliot: «En mi principio está mi fin». Cuando bucea en su interior, ¿cuáles son sus primeros recuerdos? ¿Y de qué modo cree usted que estas imágenes iluminan, como en un susurro, el resto de su vida?
Mis primeros recuerdos no son tanto el recuerdo de unos hechos como de un nudo de relaciones. Tuve la bendición de nacer en una familia llena de amor, de estar rodeado por una bondad que creaba su propia paz. Diría que lo primero que recuerdo es esa paz.
He utilizado a sabiendas en la pregunta anterior el término susurro porque me consta que esta palabra resulta importante para usted, incluso en su sentido bíblico. Una larga tradición sostiene que la verdad se manifiesta en silencio o en voz queda, de un modo apenas perceptible. ¿Diría que la memoria y la soledad constituyen campos privilegiados para conocer la realidad?
Cuando era pequeño conocí a una pareja, ambos veterinarios, que tenían un collie, que es un perro muy inteligente. Siempre le susurraban las órdenes. Recuerdo que, en una ocasión, les pregunté el porqué y me contestaron: «Este perro tiene un oído excepcionalmente agudo, que le permite captar sonidos que nosotros no podemos percibir. No hay necesidad de gritarle: sólo le causaríamos incomodidad». ¡Eso me impresionó! Creo que lo mismo ocurre, en gran medida, con los hombres. Podemos escuchar más de lo que pensamos, pero no nos aventuramos a ejercitar esa habilidad, porque nos pasamos el día chillándonos unos a otros y también a nosotros mismos. En gran medida, el discurso público es un combate a gritos, incluso dentro de la Iglesia, ¿no le parece? Ya sea desde fuera o desde mis adentros, esté solo o en compañía, creo en la importancia de oír las palabras susurradas, de escucharlas, precisamente porque deseo que no me pasen desapercibidas.
El primer capítulo de su libro, titulado Recuerda que eres polvo, nos permite subrayar la importancia de lo pequeño. Somos pequeños porque la condición humana se asemeja a la del hijo más que a la del padre. Somos pequeños porque nos constituye una fragilidad radical. Somos pequeños porque nuestra esperanza desborda los límites estrictos de la carne. No en vano, el Génesis nos dirá que el barro primordial con el que se formó a Adán era un fango fértil, que todos estamos llamados a dar fruto y que en nuestro ser anida un anhelo de «las cosas mayores». Usted insistirá mucho a lo largo del libro en esta noción de anhelo, que no resulta del todo coincidente con la realidad del deseo. Me gustaría preguntarle por la distinción entre ambos.
Mi argumento básico, que trato de fundamentar tanto etimológica como teológicamente, es que el anhelo y el deseo suponen dos experiencias distintas. El deseo está arraigado en mí, yo soy su sujeto. Cuando digo: «Deseo una copa de vino», es porque quiero bebérmela, porque hay algo en mí que lo ansía. Por otro lado, cuando digo: «anhelo ir a casa», es porque todo lo que considero mi hogar me atrae, me llama. Quiero decir que, aunque soy –gramaticalmente hablando– el sujeto del deseo, soy a la vez el objeto del anhelo. El anhelo es una realidad en relación. El anhelo de una persona nos dice mucho sobre ella; de hecho, nuestro anhelo nos revela a nosotros mismos quiénes somos. Por eso una pregunta que planteo a menudo a las personas que tienen la sensación de estar atrapadas en sus vidas es la siguiente: «¿Qué anhelas?»
¿Y qué le responden?
A menudo, no saben qué responder, pero son conscientes de que el anhelo se encuentra ahí; de modo que, al reconocer esa inquietud, pueden iniciar un camino de discernimiento. Sospecho que este fenómeno del anhelo paralizado, que no fluye ni llegamos a reconocer, es responsable de muchas de nuestras frustraciones, incluso de la infelicidad. Nos habita una aspiración a la eternidad, que simplemente no queda satisfecha con lo que pueden ofrecernos el tiempo y el espacio.
El anhelo llama al amor y el amor surge de un encuentro personal. No se trata de una idea, ni de un sistema, ni de un conjunto de reacciones químicas y hormonales, sino de una verdad que nos sale al paso y nos arranca de la soledad. Precisamente en el capítulo que dedica a la mujer de Lot, convertida en estatua de sal, usted subraya que, antes de fosilizarnos y perder nuestras vidas, todos podemos ser salvados en el último instante por el amor. ¿Por qué nadie es capaz de salvarse a sí mismo? ¿Por qué necesitamos de la mediación del amor para no caer en el nihilismo?
Debemos recordar aquí que el amor no es una abstracción intelectual ni tampoco un sentimentalismo. En cierto sentido, el amor ni siquiera constituye necesariamente una experiencia. El amor expresa más bien una relación, que puede manifestarse de forma dolorosa cuando la persona que amamos está ausente o cuando somos conscientes de haber puesto en peligro o de haber traicionado ese amor. «Ser salvado por el amor» no consiste en que me haya sacado de la miseria un globo de aire invisible, sino en darme cuenta de que mi vida no es indiferente; de que tengo algo y a alguien por quien vivir y de que tiene sentido seguir adelante. Aquí tocamos la tragedia de la historia de la esposa de Lot, que Anna Ajmátova recrea de forma sublime en un poema: de repente, toda la vida de la mujer de Lot parecía haber quedado atrás, cubierta de cenizas. Nada de su mundo permanecía en pie, aparentemente, y si eso no es nihilismo, ignoro entonces qué es realmente el nihilismo. Para que la mujer de Lot hubiera sido salvada por el amor habría bastado que escuchase, en medio del desamparo, una voz que le dijera: «¡Vive! ¡Te buscan, te necesitan!». Por desgracia, no pudo oír esa voz, de modo que dejó ir su futuro y se vio paralizada por el mundo que dejaba tras de sí.
Regresemos por un momento a la memoria. Esta apela a la tradición y al mismo tiempo a su renovación: de hecho, Mnemósine es la madre de todas las musas. ¿Cómo concibe usted la tensión creativa entre lo antiguo y lo nuevo en una época, como la nuestra, que ha hecho de la novolatría algo parecido a un principio rector?
Tiene razón al llamar «creativa» a esta tensión. Vivir dentro de ella presupone un sentido de gratitud por lo que me ha sido entregado y, al mismo tiempo, un sentido de responsabilidad. Gratitud y responsabilidad: dos cualidades que se están erosionando, diría yo, en el mundo que habitamos, ese mismo mundo que hemos ayudado a construir. Por eso haríamos bien en cultivarlas siguiendo el ejemplo de aquel hombre del Evangelio, amo de su casa, que supo sacar de su tesoro «cosas nuevas y cosas antiguas». Por supuesto, esa imagen presupone primero el trabajo paciente de reunir un tesoro.
Una hermosa cita que podemos leer en La explosión de la soledadsostiene que «olvidar es propio de la noche». Al mismo tiempo, la oscuridad es ineludible y todos nos enfrentamos, en algún momento, al doble desierto de la noche y el olvido. Me gustaría fijarme, de todos modos, en una forma particular de ese olvido, que me parece muy característica de las modas culturales de hoy: la pérdida de lo que yo denomino «la memoria del bien». En el afán de crear un mundo nuevo, se exacerba la memoria de las víctimas dejando de lado las semillas del bien que se han ido sembrando a lo largo de los siglos. ¿Por qué al denunciar las injusticias reales no somos capaces de reconocer también todo el bien realizado? ¿No cree que una memoria incapaz de perdonar supone, por ejemplo, una forma particularmente interesada de olvido?
Sin duda, y lo diría aún con más énfasis: yo llamaría suicidio a este olvido, porque me aleja de la fuente de la vida para arrastrarme hacia un vórtice mortal. En un momento concreto de mi vida –debía de tener poco más de veinte años–, estuve obsesionado por la magnitud del mal en el mundo, por el sufrimiento de los inocentes, por la oscuridad que podía descubrir en mi propio corazón. Un día se lo conté a un amigo, un monje sabio. Supo escucharme con paciencia admirable hasta que, al final de mis palabras, cuando recuperé el aliento, me aconsejó con mucha calma: «Nunca te dejes fascinar por el mal». En aquel instante, sentí que me liberaba del peso que había atenazado mis hombros y mi corazón. Me di cuenta de que yo había cedido a esa fascinación pero que podía dejarla marchar si quería. Si pudiéramos tan sólo darnos cuenta de la libertad de que disponemos para elegir cuál es nuestra visión del mundo. Si fuéramos conscientes de que nadie tiene por qué ser el prisionero de una determinada cosmovisión o mentalidad, ni siquiera de nuestro propio pasado, por muy traumático y difícil que haya sido. Cultivar la memoria del bien constituye una especie de ascesis, un ejercicio imprescindible. Que se encuentra íntimamente conectado, por supuesto, con la capacidad de gratitud de la que antes hablábamos.
Junto a la memoria y el anhelo, la soledad representa el otro gran tema de su libro. Me gustaría acercar este concepto a nuestros días. ¿Cree usted que se ha dado un cambio de conciencia general, en lo que concierne a la soledad, a raíz de la pandemia que sufrimos?
Yo tendería a ser cauteloso. Por supuesto, durante los últimos dieciocho meses hemos escuchado una enorme cantidad de retórica sobre la importancia de la comunidad, de un modo muy noble en ocasiones –¡la retórica no es necesariamente mala!–. Varias voces han sugerido el nacimiento de una nueva sociedad, de una nueva humanidad incluso, como si la crisis de la Covid marcara el inicio de otra época. ¿Ha sido así? En mi propio país, Noruega, todas las restricciones se levantaron hace dos semanas, para alegría y alivio de todos, naturalmente. Hemos vuelto, por así decirlo, a la normalidad. ¿Y hemos cambiado acaso? Mi impresión –aquí y ahora– es que la sociedad ha optado por realizar un ejercicio deliberado de olvido. Es como si la Covid-19 nunca hubiera tenido lugar y, al igual que la Bella Durmiente, de repente nos hubiéramos despertado de un sueño inusualmente largo para festejarlo con una buena borrachera en los centros comerciales. Puede ser que se trate sólo de una primera reacción y que, quizás, más tarde llegue una reflexión profunda. Sin embargo, tiendo a ser escéptico acerca de la capacidad de la humanidad para aprender de la experiencia. Solzhenitsyn dijo una vez en una charla radiofónica: «Antes tenía esperanza de que la experiencia de la vida pudiera transmitirse de una nación a otra y de una persona a otra, pero ahora empiezo a tener dudas al respecto. Quizás cada hombre está destinado a vivir él mismo cada experiencia para poder entender». Desde este punto de vista, la gran pregunta sería personal y se dirigiría a cada uno de nosotros: ¿deseo aprender de lo que otros han sufrido y ser vulnerable a su dolor para así alcanzar, potencialmente, una mayor sabiduría? ¿O acaso no anhelo esta sabiduría?
Me interesa subrayar el matiz que señala: «¿Deseo aprender de lo que otros han sufrido?». En cambio, las culturas de raíz identitaria parecen situar todo su énfasis en el reconocimiento social del propio dolor, de la propia historia trágica, por así decirlo, en lugar de ponerse a la escucha del dolor ajeno. ¿Piensa que esta tensión ideológica, que conduce sospecho a la atomización, es o puede ser fructífera en algún punto? ¿Se puede alcanzar la sabiduría persiguiendo el propio dolor?
Hace ya algunos años, un monje bueno y erudito, amigo mío, fue sometido a una complicada cirugía de rodilla. Me contó qué pensaba hacer durante su convalecencia: iba a releer la obra de Evagrio Póntico y no sé cuántas cosas más; todas ellas muy útiles. Cuando, al cabo de unos meses, lo volví a ver, y le pregunté cómo había ido su programa de automejora, me respondió: ‘Ha sido un fracaso. Tenía tanto dolor, que en lo único en lo que podía pensar era en mi rodilla ». No hay duda de que el dolor conlleva un imperativo. Requiere ser asumido, tratado, y -de un modo idea- entendido también. No hay forma de evitar que esto sea lo primero que suceda, aunque por un tiempo conduzca al autoaislamiento o, como usted dice, a la atomización. Pero se trataría sólo de una primera etapa de la curación. Algo fundamental ocurre si me doy cuenta de que mi dolor, siendo mío, no es exclusivamente mío – y esto ocurre si aquello por lo que he pasado me ha abierto a la compasión hacia los demás. De hecho, incluso el dolor más atroz puede adquirir sentido si se convierte en un camino hacia la comunión. «Y, aunque era Hijo», leemos en la Carta a los Hebreos, «aprendió la obediencia a través del sufrimiento. De este modo, alcanzada la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5, 8-9). Encontramos aquí también un paradigma para nuestra propia experiencia. Mi dolor puede convertirse en causa de salvación para otros. En Cristo, por supuesto. De este modo, si en lugar de aprisionarme me libera, el dolor puede adquirir una gran dignidad.
Al mismo tiempo, en toda Europa se acusa el retorno de algunos populismos identitarios que creíamos superados. Las dos emociones básicas que subyacen en estos movimientos son el miedo, por un lado, y el rencor, por otro, unidos a un oscurecimiento general de la esperanza. ¿Cómo vive el miedo y el rencor nuestra generación? ¿Y dónde percibe signos palpables de esperanza?
No estoy seguro de que ninguna generación haya sido particularmente apta para lidiar con el miedo y el resentimiento. El desafío consiste en saber resistir estas pasiones (porque eso es lo que son) mientras aún carecen de forma. San Antonio Abad solía aconsejar de este modo a sus discípulos: cuando tengas un pensamiento, antes de abrirle la puerta de tu mente consciente y permitir que empiece a actuar en ella, pregúntale de dónde viene. Si es un buen pensamiento, inspirado por el Dios que hizo este mundo en perfecto orden, déjalo entrar; si es un pensamiento maligno, inspirado por el caos o incluso por el enemigo del bien (a quien san Antonio comparó con una polvareda), impídele la entrada. A la hora de practicar este tipo de discernimiento, debo poseer primero la lucidez de conocer cuáles son mis puntos débiles, pues actúan como nidos para la ansiedad. Nuestro mundo se encuentra cada vez más hundido en el miedo y el resentimiento, en gran medida –creo– porque es un mundo vulnerable. Nos falta el coraje para admitirlo, así que optamos por seguir atacando a los extraños. Dicho esto, también se dan muchos ejemplos concretos de caridad y reconciliación. Hay personas que construyen puentes en lugar de muros. Si tuviera que dar un ejemplo, propondría la West-Eastern Divan Orchestra de Barenboim y Said, cuyo impulso fundador –reunir en un nivel de discurso distinto, el de la música, a representantes de naciones implacablemente enfrentadas entre sí– me parece una parábola que ilumina la tarea de crear un nuevo orden mundial.
Mi última pregunta se dirige hacia dos palabras muy manoseadas: el bien y el mal. En su correspondencia de entreguerras con Carl Schmitt, Ernst Jünger sostuvo que la modernidad no sufre tanto de la banalización del bien como de una especie de disolución del mal: al no haber males claros, surge una neblina moral que penetra en cada una de las facetas de nuestras vidas. El mundo ha cambiado mucho desde los años treinta y, desde luego, la experiencia del Holocausto o del totalitarismo comunista han sido cruciales en este sentido, pero me gustaría conocer su opinión sobre el papel que desempeñan nuestras ideas del bien y del mal en la problemática actual.
Supongo que dependerá en gran medida de si pienso en el bien y el mal como «ideas» o si los reconozco como algo sustancial, dotado de un carácter permanente. Permítame que explique mejor lo que he dicho. El cristianismo no cree en un conflicto cósmico original, como si el bien y el mal coexistieran en un nivel de igualdad. Sólo el bien es original y eterno; sólo el bien perdurará eternamente. El mal, en cambio, tiende hacia el no-ser y la nada, hacia la destrucción de sí mismo. Creo que hay muchas señales en nuestro tiempo de esta tendencia a la aniquilación. Sus señas de identidad son el cansancio, la tristeza, la desesperación. Nuestro Señor, por el contrario, vino a proclamar este mensaje fundamental: «Yo soy la Vida». ¿Anhelo la vida? ¿Tengo el deseo de ver vivir a los demás y la determinación de ayudarlos a vivir? Y si no, ¿por qué no? Muchas respuestas dependen de ese porqué.