Conversation with
Conversation with Victoria de Julián
This conversation, in Spanish, took place during my visit to the University of Navarra to give the Aquinas Lecture in February this year. You can find an online version with images and links here.
Erik Varden (Noruega, 1974) comenzó a buscar a Dios desde niño, cuando la perplejidad por la existencia del mal le llevó a leer sin descanso sobre la segunda Gran Guerra. Con quince años escuchó Resurrección, la Segunda sinfonía de Gustav Mahler, y descubrió que aquel mal quizá tendría algún sentido. Agnóstico y de familia luterana no practicante, su búsqueda le condujo al catolicismo, a ser monje cisterciense y obispo. El 8 de febrero Varden impartió tres conferencias en el campus. Su discurso aúna inteligencia y sensibilidad, la verdad y el amor. Acoge con paz la complejidad de las cosas aunque alberguen tensiones, porque defiende que ser católico es ser hospitalario.
Resurrección, la Segunda sinfonía de Gustav Mahler, arranca con una marcha fúnebre tétrica, insidiosa, en algunos compases dulce. El segundo movimiento también es inquietante, pero más sutil y naif. Los pizzicatos de los violines y el arpa le dan un aire infantil. En la niñez de Erik Varden hubo un acorde discordante que marcó el resto de su vida. Su padre era veterinario rural y, un día, contó en la comida que había ido a visitar a un granjero. Hacía calor y el hombre trabajaba sin camisa. En su espalda se entrecruzaban las cicatrices aradas por los latigazos de su cautividad en la Alemania nazi. La conversación pasó luego a otro tema como si tal cosa, pero al niño que era entonces Erik Varden la imagen de esas heridas le perturbó: «Adquirí el sentido de la seriedad de la existencia —cuenta en su libro La explosión de la soledad (2021)—. Vi que, para vivir, uno debe aprender a mirar la muerte a los ojos».
La sinfonía de Mahler adquiere carácter grave, ritmo vertiginoso, disonancias que presagian algo terrible. Se escuchan trompetas majestuosas, platillos solemnes y una jauría de violines precipita la orquesta hacia un clímax que suena al fin del mundo. Silencio. Surge con timidez algo que nace de nuevo. Los chelos mecen la melodía con delicadeza. Una trompeta preludia el último movimiento, que es apoteósico. Un coro de voces canta entonces las palabras que a Erik Varden le fracturaron el alma cuando tenía quince años: «Oh, créelo, corazón mío, créelo: ¡Nada se pierde de ti! ¡Tuyo es, sí, tuyo, lo que anhelabas! ¡Lo que ha perecido resucitará! Oh, créelo: ¡no has nacido en vano! ¡No has sufrido en vano!». Había comprado con sus ahorros la sinfonía para escucharla esa misma noche. Estaba solo en casa. Ese «No has nacido en vano» le perforó por dentro; no le dio la respuesta a su inquietud, sino la dirección correcta para seguir buscando. «Fui consciente de no estar solo […]. Había recordado. Sentía dolor por aquello en lo que nunca me había detenido a pensar: que tenía un alma».
Varden reconoció que, aunque es más bien reservado, últimamente se ha visto en la tesitura de compartir su testimonio.
Treinta y cinco años después de esa noche, aquel adolescente viste el hábito blanco y negro de los monjes cistercienses y está listo para empezar su lección magistral en la Universidad de Navarra, invitado por la Facultad de Teología para la celebración de santo Tomás de Aquino. Invierte el día en una maratón de tres intervenciones: la conferencia de Teología; un diálogo-presentación sobre su libro Castidad (2023) para investigadores del Instituto Cultura y Sociedad; y un encuentro con universitarios en el Colegio Mayor Belagua, en el que hay preguntas valientes y respuestas ancladas en su biografía que dicen más que las palabras.
La primera ponencia la ha titulado «A la altura de la tormenta del corazón humano. Evangelización en tiempos de olvido». Aunque no habla español, la pronuncia —la lee— de forma exquisita. Comienza narrando la epopeya de Gilgamesh, que resulta inquietantemente actual: «Gilgamesh podría ser nuestro contemporáneo: un megalómano enamorado de su habilidad aunque inseguro de su propósito, atormentado por la muerte, perplejo ante el ansia de su corazón, valiente ante lo absurdo y, sin embargo, agobiado por la tristeza. Sorprende sobremanera la negativa de Gilgamesh a quedarse quieto».
«La encrucijada no ha cambiado demasiado», sugiere. La tormenta del corazón de Gilgamesh es la misma que la tormenta del corazón de aquel joven Varden. «Gilgamesh, ¿dónde andas?», preguntaban los dioses mientras vagaba perdido por el desierto. Ante esa desorientación, Varden cuestiona el concepto de progreso y la fiebre del cambio por el cambio. En su lugar, propone recordar, mirar al pasado. Para ello, emplea la imagen de los pozos: «Uruk, la tierra de Gilgamesh, no estaba lejos de Ur de los caldeos, la tierra en la que Abraham escuchó la llamada a partir hacia la tierra prometida, en la que cavó pozos para sus hijos». Isaac, hijo de Abraham, vivió con horror cómo sus enemigos llenaron de tierra esos pozos, fuentes de vida. «Isaac no sintió un revés fatal —continúa Varden— porque recordó dónde estaban los pozos y los volvió a cavar […]. Las influencias decisivas suelen ser sutiles, como el desbloqueo de pozos». Así, la tormenta del corazón no requiere algo nuevo y sorprendente, sino recordar, volver al origen, a lo esencial.
En La explosión de la soledad reflexiona sobre la memoria y sobre la identidad. Así que ¿quién es usted?
Soy un hijo de Dios, por gracia. Soy, por naturaleza, un pobre hombre que es cada vez más consciente de su pobreza. Soy… [Habla despacio, dejando silencios para pensar] alguien que se regocija en conocer a muchas buenas personas que me ayudan a permanecer centrado en lo bueno y lo verdadero, a pesar de todas mis tendencias a la distracción. Me gusta mucho cómo los primeros mártires, cuando les preguntaban por qué hacían lo que hacían, respondían sencillamente así: soy cristiano. Me gustaría decir eso: soy cristiano, y me gustaría serlo de forma más plena [Sonríe].
Usted ha llegado a ser cristiano después de una intensa búsqueda. ¿Por qué hay personas que, como usted, anhelan saber más y otras que no?
La inquietud por buscar la verdad está latente en cada persona y a menudo yace dormida. Se despierta con experiencias profundas, tanto de alegría y exaltación como de dolor. El problema es que hoy en día hemos perdido el marco conceptual para lidiar con experiencias así de profundas y, por eso, la gente no puede soportarlas. De modo que eligen distraerse o vivir anestesiados. No obstante, parte del privilegio de mi vida pastoral es que veo esto una y otra vez: algo inesperado, bueno o malo, irrumpe en la vida de alguien y, de repente, ¡emergen toda clase de preguntas! La cuestión es si esa persona tendrá suficiente perseverancia para seguir haciéndose preguntas o si se echará atrás.
¿Cuál es la clave?
Tiene que ver con tu entorno: tus amigos, tu familia, tener acceso a un mundo en el que se conciba la vida en términos aspiracionales. Ahí es donde los libros, el arte, el cine ejercen un papel fundamental. Las historias te ayudan a darte cuenta de que no estás solo. Te llevan a exclamar: «¡Dios mío! ¡Lo que está escrito en este libro es exactamente lo que me está pasando a mí!». Sin nada de eso, necesitas valentía —más bien heroísmo— para mantener viva esa búsqueda de la verdad.
El entorno de Varden era favorable. Después de la fractura que le originó la sinfonía de Mahler, buscó a Dios en zigzag. Primero, fue a la Biblia y a la parroquia más cercana, y allí no lo encontró: «Tenían respuestas muy claras, pero no a las preguntas que yo me hacía». La Biblia le resultaba difícil y la parroquia, agobiante. Entonces, con dieciséis años, dejó Noruega para estudiar en el Atlantic College, un prestigioso colegio internacional en Gales. Varden, en su adolescencia, se había declarado agnóstico y temía que creer en Dios le obligaría a abdicar de su mente. Su compañero de habitación, un musulmán chiita con mentalidad científica, le mostró que tener fe exige el ejercicio de la inteligencia. Este mismo amigo, un día en que Varden estaba triste por la muerte de un conocido suyo de Noruega, ante su tristeza le espetó: «¿No deberías leer un par de capítulos del Evangelio?».
En ese ambiente plural y abierto del Atlantic College, un monje budista le enseñó a rezar. Este monje predicaba retiros de meditación en silencio y Varden asistía por curiosidad. «Estar quieto y callado, respirar y nada más me impactó como solo me había impactado la música. Comprendí que el silencio es un lenguaje y una forma de buscar la verdad», recuerda Varden.
Más de doscientos jóvenes participaron en el coloquio con universitarios organizado en el Colegio Mayor Belagua.
En 1992 comenzó a estudiar Teología en Cambridge, de donde le viene su sofisticado inglés británico. En esa época fue —según contó en su intervención en Belagua— cuando vivió por dentro lo que solo había leído en los libros de Hermann Hesse y pasó una semana en un monasterio. Al principio le pareció terrorífico: tanto silencio, levantarse por la noche a rezar, el constante repiqueteo de campanas y en una isla. Además, ¡algunos monjes solo habían salido en cincuenta años para ir al dentista! Varden superó su miedo porque encontró algo muy atractivo, una paz y una alegría que le intrigaban: «Un día paseaba por el jardín cuando me topé con uno de los monjes más mayores. Hablamos durante tres minutos sobre el tiempo, nada metafísico. Volví a mi habitación molesto, inquieto: no sabía qué tenía ese hombre pero fuera lo que fuese eso era lo que yo quería».
«El silencio es un lenguaje y una forma de buscar la verdad»
Después de esa semana en silencio, decidió convertirse al catolicismo. En 1993 fue incorporado a la plena comunión con la Iglesia católica y recibió la confirmación.
Chesterton dice en Ortodoxia que la vida, entendida como una historia, como una narración…
… implica que hay un Autor.
¡Claro! Pero podemos rebelarnos contra el Autor y elegir una vida sin sentido. ¿Cuál es el papel de la humildad a la hora de acoger el sentido de nuestra vida?
La humildad es tener los pies en el suelo y aceptar que necesitamos a los demás. Puede resultar terrorífico porque no todo el mundo es de confianza. Cuando deliberadamente entro en relación con otra persona, me hago vulnerable. Puede que se harten de mí, que me traicionen o que me usen para sus intereses; hay riesgos. Por eso la humildad es acoger la propia vulnerabilidad. Cuanto más pasa el tiempo, más convencido estoy de que para saber si alguien está creciendo como cristiano y está adquiriendo sabiduría, hay que ver si esa persona es capaz de vivir en paz siendo vulnerable.
¿Qué es la vulnerabilidad?
Reconocer tu finitud. Reconocer que no te bastas a ti mismo. Reconocer que puedes sufrir, que otras personas te pueden hacer daño y que no puedes protegerte.
¿Podemos vivir escondiéndonos?
Hay que darse cuenta de la realidad de ese miedo en uno mismo, tomar conciencia de que temo no ser suficiente. Ese primer paso es crucial. Y, como he dicho antes, [Añade despacio] hay que intentar aprender a vivir con ello con paz. En su autobiografía, Teresita de Lisieux cuenta una anécdota en la que se sentía muy insegura y buscaba el apoyo de una monja mayor, madre Genoveva. Teresa fue a buscarla, pero había ya otras monjas con ella, así que se disponía a irse, cuando madre Genoveva vio a esa chica joven mirando a través de la puerta, advirtió la complejidad de lo que le sucedía por dentro y sencillamente le dijo: «Hija mía, recuerda esto: nuestro Dios es un Dios de paz». [Silencio]. Hay que intentar interiorizar esta verdad, mirarse y dejarse mirar por ese Dios cuyo rostro es… paz. Lo decimos en misa todos los días: «La paz os dejo, mi paz os doy». Esa paz no es un sentimiento sino la presencia de Alguien, pues decía san Pablo: «Cristo es nuestra paz». Con esa paz podré vivir mi vulnerabilidad, afrontar mis miedos y aprender a empezar a creer en la posibilidad de que, quizás, el amor sea real [Sonríe].
«Para saber si alguien está creciendo como cristiano, hay que ver si esa persona es capaz de vivir en paz siendo vulnerable»
¿Cómo es la mirada de Dios?
A los Padres de la Iglesia les encantaba enfatizar que Dios, aunque es omnipotente como Creador de Cielo y Tierra, tiene un punto débil: su filantropía. Para describir el amor de Dios usaban un vocabulario muy atrevido. Hablaban de un amor «salvaje», un amor «loco» por la humanidad. No obstante, el amor de Dios no solo es afirmación, cariños y abrazos, sino un amor que educa y permite el crecimiento, porque amar es ayudar a alguien a alcanzar su potencial. El amor de los padres desea ver los dones de su hijo hechos vida. Y ese amor se ha de ejercitar castamente, es decir, desear la realización del potencial del niño por su propio bien, no por el mío.
¿En qué momentos de su vida se ha sabido mirado así?
Tengo la suerte de haber tenido la experiencia de esa mirada de pequeño, en mi familia. También la he vivido en la confesión. Y con una monja anciana que era una mujer muy sabia. Estas miradas son pistas que apuntan más allá de sí mismas.
Hay quien reprocha al Autor que no le pidió permiso para existir. ¿Qué le diría a alguien que vea el suicidio como una mejor opción que vivir?
No le diría mucho, porque en tales circunstancias las palabras a menudo son impotentes y corren el riesgo de ser contraproducentes. En cambio, intentaría encontrar maneras de que esta persona experimente esa mirada de la que hablamos. Porque la forma en la que nos miran condiciona nuestra propia autopercepción. Si alguien me mira con desdén, con disgusto, tenderé a sentirme humillado y, de alguna manera, sucio. Pero, por el contrario, si alguien me mira con amor, es decir, si alguien me ve exactamente como soy —con lo que he hecho y dejado de hacer— y no me rechaza… Que alguien me vea con toda mi verdad y aun así me ame, sin apartar la mirada… Es como ese salmo: «No escondas tu rostro de mí».
¿Podemos mirar con amor si no hemos sido mirados de esa forma?
Sí. Eso es lo maravilloso. Muchas veces caemos en el error de creer que no podemos dar lo que no hemos recibido. Pero no es así. Y he visto que sucede.
¿Cuándo?
Eso toca la confidencialidad de mi vida pastoral. Pero te puedo decir que soy testigo de ello: es posible, por gracia, dar lo que tú no has recibido.
«Amar castamente es desear el bien del otro por su propio bien, no por el mío»
En el año 2002 Erik Varden se unió a la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia en la abadía británica de Mount Saint Bernard, dos años después de doctorarse en Teología en Cambridge. Veinte años más tarde, tras estudiar en Roma sobre espiritualidad oriental, ser ordenado sacerdote y montar una fábrica de cerveza como abad de su monasterio, supo que tendría que salir de la clausura y volver a Noruega. El 1 de octubre de 2019, se hizo público que el papa Francisco le había llamado a liderar una misión que llevaba vacante una década: ser obispo de Trondheim. Al día siguiente, Varden leyó un texto del papa Gregorio Magno sobre la dificultad de comprender a veces las Escrituras. Decía que le pasaba a menudo que un texto que no entendía, si lo leía en la iglesia junto a sus hermanos, sí lo comprendía. Coram fratribus intellexi. Cara a cara con mis hermanos, comprendo. A Varden aquello le entusiasmó tanto que lo eligió como lema episcopal y como nombre de su web, que se abre con esta frase: «Ser católico, me dijeron una vez, es ser hospitalario».
Católico se traduce como universal. Por eso Varden propone sanar la tormenta del corazón humano mirando su etimología: kath’holon significa «según la totalidad». Relacionado con todo. «Ser católico, es decir, ser hospitalario —sigue Varden—, es habitar un espacio vasto y acogedor y respirar en él un aire fresco de montaña […]. Invitar a otros y permitirles la experiencia de estar en casa […]. Generar un todo a partir de partes dispares, mantener cierto grado de tensión».
¿Cómo puede la Iglesia católica ser más hospitalaria y abrazar la complejidad de, por ejemplo, la homosexualidad?
¡Creo que ya lo hace! Uno de mis privilegios como obispo es que tengo la oportunidad de viajar mucho y ver la inmensa extensión de la complejidad humana que encaja en la naturaleza hospitalaria de la Iglesia. En el libro Castidad la palabra homosexualidad no aparece, no escribo sobre experiencias complejas concretas. Lo hago por una razón: cuando usas etiquetas —etiquetas que en su mayoría salen de contextos ajenos a la fe— terminas en un discurso a menudo simplista. Hay que llevar el discurso hacia lo fundamental: quién soy yo como hijo de Dios y como ser humano. Solo sobre esa base puedo hacerme cargo de cada caso particular y comprender que, aunque tenga esta u otra compleja condición, mi vida no se reduce a ella. Además, en el caso de la homosexualidad, haría referencias explícitas —lo cito con frecuencia— al Catecismo, que deja absoluta, perfecta y abundantemente claro que nadie tiene la culpa de lo que es y que si alguien experimenta una orientación homosexual, esto en sí mismo es moralmente y teológicamente neutral.
¿A qué se refiere exactamente con la palabra complejo?
Uso la palabra complejo de forma deliberada porque creo que ayuda a contrarrestar una tendencia del discurso secular que pretende hacernos creer que la vida es simple. ¡No lo es! O que, por pegar una etiqueta en la frente de alguien, puedes generalizar y meterle dentro de un gran saco para el que hay una respuesta universal. La vida tampoco es así. Comenzaría por quitar etiquetas y ver la complejidad. Y, después, por acompañar cada vida individual.
«Ser católico, es decir, ser hospitalario, es habitar un espacio vasto y acogedor y respirar en él un aire fresco de montaña»
¿Cuál es la prioridad de la Iglesia ahora?
[Silencio] Proclamar el Evangelio. Esa es siempre la prioridad. Y añadiría: proclamar el Evangelio con integridad. Nos enfrentamos a una pérdida masiva de confianza, porque han pasado muchas cosas que la han herido.
Lo ha expresado muy claro en su conferencia en la Facultad de Teología: se ha referido a la necesidad de la credibilidad debido a los escándalos de abusos sexuales.
Sí [Dice con firmeza y seriedad]. Por eso hay que proclamar el Evangelio con coherencia, integridad y credibilidad.
También ha dicho que el mundo es como una orquesta que ahora está sin director. ¿Qué partitura deberíamos tocar?
Antes de comenzar a pensar en la melodía, necesitamos escuchar el tono, estar afinados. Me encanta ese momento al principio de un concierto en que cada instrumento suena a su manera hasta que [Da unos golpecitos como un director de orquesta] se produce un absoluto silencio. Entonces un oboe da el tono, toca un la constante [Sostiene un la con un silbido]. Todo el resto de instrumentos se suman a ese la ¡y aquello se va haciendo más fuerte, más fuerte y más fuerte! Hasta que, por fin, están listos para empezar [Sonríe]. Creo que lo más importante ahora es escuchar ese oboe.