Life Illumined
Milestone
On 29 July, the feast of St Olav, I blessed a milestone showing the pilgrimage way to Compostela, a gift from the state of Galicia to the City of Trondheim, placed in front of our Catholic cathedral. This is a column I wrote about this event in the Spanish paper ABC on the feast of St James. You can find an English version by scrolling down.
Ser peregrino está de moda. Las personas más inverosímiles parten con zapatillas deportivas y mochilas rumbo a destinos con pretensiones más o menos plausibles de ser lugares de peregrinación. No todos son sagrados. La tumba de lord Byron en Hucknall o la de Jim Morrison en Père Lachaise atraen a multitudes. Sin embargo, aun en esta época secularizada, estos lugares quedan eclipsados por las legiones que siguen los senderos de la Cristiandad que conducen a Walsingham, a Roma, a Lourdes o al irresistiblemente atractivo Santiago de Compostela, el destino más querido de todos.
La leyenda del ministerio de Santiago en España encaja en una tipología narrativa de la era apostólica, similar a los relatos de la predicación de santo Tomás en la India y de san Marcos en Egipto. No debemos descartar tan fácilmente estas leyendas como patrañas piadosas. Un vistazo al mapa de las travesías de san Pablo muestra cuánto viajaban los primeros cristianos y revela un mundo antiguo de interconexiones. Antes de la Ascensión, Jesús ordenó a los Apóstoles «id y haced discípulos a todos los pueblos». La orden se cumplió.
Las tumbas de los apóstoles, diseminadas por la oikoumene, el mundo habitado de la Antigüedad, fueron desde el inicio lugares de reunión de los cristianos, cual vínculo tangible con hombres que habían sido amigos de Dios, que habían tocado la eternidad encarnada. Con el paso de los siglos y el desmoronamiento del imperio romano, estos santuarios apostólicos adquirieron una mayor relevancia como monumentos de cohesión civilizatoria.
Un apóstol es una parte que representa un todo: los Doce están siempre implícitos en el uno. Visitar una de estas tumbas era una forma de tocar la base común de una nueva humanidad que buscaba vivir según principios de justicia, misericordia y fraternidad. Dios sabe que esta aspiración ha sido a menudo defraudada. El principio es válido: corruptio optimi pessima. Sin embargo, la corrupción no siempre fue la regla. La visión cristiana del mundo, y del hombre, ha producido ejemplos perdurables de caridad social que, en su mejor expresión, han transformado las políticas haciéndolas amablemente humanas. Hay dulzura en el legado apostólico. El reposo que los cansados peregrinos encuentran cuando se arrodillan ante los huesos de los apóstoles es suave.
En épocas anteriores, la peregrinación a estos lugares sagrados se imponía a veces como penitencia por delitos cometidos, para fomentar un cambio interior en sus autores y reparar a los agraviados. Esta disciplina desbordaba los contextos nacionales. Las distancias podían ser enormes. La verdadera peregrinación tiene una dimensión trascendente tanto metafísica como geográfica. Se cruzan fronteras, pero estas resultan irrelevantes dadas las circunstancias.
Vemos un ejemplo de esta lógica en la historia de Ragna Åsolvsdotter, una mujer que vivía en la costa occidental de Noruega a principios del siglo xiv. Exasperada por su marido borracho, un día decidió darle una lección. Lo hizo remar hasta un islote y lo dejó allí. Subió la marea. El islote quedó sumergido. El marido se ahogó. No me atrevo a especular si esto último también fue planeado. En cualquier caso, la tragedia fue real, al igual que el escándalo que la acompañó. Los anales cuentan que se le ordenó a Ragna que caminara hasta la tumba de Santiago en Compostela, para expiar allí su fechoría. Al no poder hacerlo, se le ofreció la posibilidad de construir una iglesia en honor de Santiago en su pueblo. La capilla, consagrada en 1309, sigue en pie como un símbolo de Galicia en el brazo de un fiordo noruego.
Estos relatos abundan en el norte de Europa. Estamos acostumbrados a imaginar grupos de peregrinos que se dirigen hacia el sur. Olvidamos fácilmente que el tráfico también iba en sentido contrario. A este respecto, hay un capítulo esclarecedor en la Passio Olavi, un registro de milagros ocurridos cerca de las reliquias del rey mártir de Noruega, san Olav, muerto en combate en 1030. La Passio fue editada por el segundo arzobispo de Nidaros (la Trondheim medieval), Eystein Erlendsson (hacia 1120-88), un hombre erudito formado en la célebre Abadía de San Víctor en París.
Allí se menciona a «dos hermanos españoles de Galicia» que se dirigieron a pie a la tumba de san Olav en Trondheim. Los hermanos habían hecho cosas terribles: asesinaron a su madre y a su padrastro, luego a un fugitivo de paso y después a cinco monjes de un monasterio, al que prendieron fuego para coronar su crimen. Presos y juzgados, se les ordenó caminar encadenados por todos los países de la Cristiandad. «La fama de san Olav —señala la Passio— los trajo hasta nuestras remotas costas». Cuando llegaron, el más joven estaba a las puertas de la muerte, con los miembros infectados e hinchados por las lastimaduras del hierro de las cadenas. «Pero una mañana mientras se cantaban laudes ante el altar de san Olav fue liberado de sus grilletes y quedaron sanadas sus llagas».
Las fuentes medievales llaman a Olav vir apostolicus, «un hombre apostólico». Pero en ningún momento de la historia la tarea apostólica se limita al pasado. La misión particular de Olav le fue revelada en un sueño que tuvo cerca de Cádiz en 1013, cuando con casi veinte años se sintió atraído por el capricho de cruzar el estrecho de Gibraltar. El joven, en cambio, obedeció a su sueño y navegó hacia el norte; pasó el invierno en Ruan, donde fue bautizado; luego reclamó el reinado de su país, promulgó legislación cristiana y unificó la nación.
Ragna se dirige hacia el sur; los hermanos gallegos viajan hacia el norte; Olav recibe su llamada a la realeza noruega frente a las costas españolas. Estas historias muestran un eje milenario que se formalizó esta primavera cuando, de modo visionario, Galicia ofreció a la ciudad de Trondheim el hito más septentrional del mundo en el camino de Santiago. Esta piedra, colocada frente a la catedral católica de Trondheim, será bendecida el 29 de julio, fiesta de san Olav, Rey Perpetuo de Noruega, durante la octava de Santiago, Patrón y Protector de España.
La distancia física entre Trondheim y Compostela es de 3.502 kilómetros. Imaginariamente, no obstante, estos dos santuarios —uno que alberga las reliquias de un apóstol, el otro las de un vir apostolicus— se yuxtaponen. Nos recuerdan que la realidad que llamamos «Europa» no es solo el resultado de una estrategia, de una política financiera o del libre movimiento de mercancías. Nuestro continente está surcado por las huellas de peregrinos ricos y pobres, antiguos y modernos, que siempre han sabido en sus entrañas que el norte y el sur, el este y el oeste de Europa están unidos por un centro común que puede emerger en cualquier lugar, planteando, a modo de pacto, la reconciliación, la justicia y la amistad entre los pueblos como objetivos alcanzables.
En un momento en que la estabilidad de Europa está amenazada, en que cada vez nos cuesta más articular qué es Europa, merece la pena tener esto en cuenta.
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To be a pilgrim is all the rage. The most unlikely people set off with sneakers and backpacks bound for destinations with more or less plausible claims to distinction as pilgrimage sites. Not all are sacred. Byron’s grave in Hucknall or Jim Morrison’s in Père Lachaise draw crowds. Yet these are quite put in the shade, still in this secular age, by legions following the trails of Christendom leading to Walsingham, Rome, Lourdes or, most beloved of all, irresistibly attractive, Santiago de Compostela.
The legend of St James’s ministry in Spain fits into a narrative typology of the apostolic age, matched by accounts of St Thomas’s preaching in India, St Mark’s in Egypt. We should not too easily dismiss these stories as pious humbug. A glance at a map of St Paul’s voyages shows the extent to which early Christians travelled, revealing an ancient world of interconnections. Before the Ascension Jesus bade the Apostles ‘go out and make disciples of all nations’. The instruction was heeded.
The Apostles’ graves, scattered around the oikoumene, the inhabited world of Antiquity, were from the first places of assembly for Christians, enabling a palpable connection with men who had been God’s friends, had touched Eternity incarnate. As the centuries passed and Rome’s empire crumbled, these apostolic shrines acquired further significance as monuments to civilisational cohesion.
An Apostle is a part standing for a whole: the Twelve are always implicit in the one. To visit one of these tombs was a way of touching the common base of a new humanity seeking to live by principles of justice, mercy, and fraternity. God knows that this aspiration has often been warped. The principle holds: corruptio optimi pessima. Yet corruption was not always the rule. A Christian view of the world, and of man, has produced durable instances of corporate charity that, at its best, have rendered polities graciously humane. There is sweetness in the apostolic legacy. The rest weary pilgrims find when they kneel before the Apostles’ bones is sweet.
In earlier times pilgrimage to these sacred places was sometimes enjoined as penance for committed outrage, to foster a change of heart in perpetrators and to enact reparation with regard to those wronged. Such discipline reached beyond the national context of pilgrimage sites. The distances involved could be tremendous. True pilgrimage has a a dimension of transcendence that is both metaphysical and geographical. Frontiers are crossed, found to be irrelevant in the circumstance.
We see an example of how this logic worked in the story of a woman called Ragna Åsolvsdotter who lived on the west coast of Norway in the early fourteenth century. Exasperated by her drunkard husband, she decided one day to teach him a lesson. She had him rowed out to an islet and left there. The tide came in. The islet was submerged. The husband drowned. Whether this took place by design, I dare not speculate. In any case, the tragedy was real; so was the scandal that went with it. The annals tell us that Ragna was ordered to walk to St James’s tomb at Compostela, there to atone for her misdeed. Unable to do so, she was offered the option of having a church built in honour of St James in the village where she lived. The church, dedicated in 1309, still stands, a symbol of Galicia in the inlet of a Norwegian fjord.
Such accounts are plentiful in northern Europe. We are used to imagining bands of pilgrims heading south. We easily forget that traffic also went the other way. There is, in this respect, an illuminating chapter in the Passio Olavi, a record of miracles wrought near the relics of Norway’s martyr king St Olav, murdered in battle in 1030. The Passio was edited by the second archbishop of Nidaros, medieval Trondheim, Eystein Erlendsson (ca. 1120-88), who had studied at St Victor in Paris.
Mention is made there of ‘two Spanish brothers from Galicia’ who made their way on foot to St Olav’s tomb in Trondheim. The brothers had done awful things: they had killed their mother and stepfather, then a passing fugitive, then five monks in a monastery, which to crown their mischief they set on fire. Caught and judged, they were ordered to walk, chained, through all the countries of Christendom. ‘The fame of St Olav’, notes the Passio, ‘led them even to our remote shores.’ The youngest Spaniard was at death’s door when they got there, his limbs infected and swollen where the iron gnawed. ‘But before the altar of St Olav he was freed of both shackles and ulcers, one morning while lauds were being sung.’
Medieval sources call Olav vir apostolicus, ‘an apostolic man’. The apostolic task is never, at any moment of history, confined to the past. Olav was recalled to his particular mission by a dream he entertained near Cadiz in 1013, when at almost twenty he was drawn by whim to cross the straits of Gibraltar. He obeyed his dream and sailed north instead; wintered in Rouen, where he was baptised; then claimed kingship at home, promulgating Christian legislation and uniting the country.
Ragna ordered south; the Galician brethren travelling north; Olav receiving his call to Norwegian kingship off the Spanish coast: these stories display an axis that was formalised this spring when Galicia farsightedly offered to the city of Trondheim the world’s northernmost milestone showing the way to Santiago de Compostela. This stone, in place outside Trondheim’s Catholic cathedral, will be blessed on 29 July, the feast of St Olav, Perpetual King of Norway, within the octave of the feast of St James, Patron and Protector of Spain.
The physical distance from Trondheim to Compostela measures 3502 kilometres. Imaginatively, though, these shrines, one housing the relics of an Apostle, the other those of a vir apostolicus, are juxtaposed. They remind us that the reality we call ‘Europe’ is not just a result of strategy, financial policy, and the convenient conveyance of merchandise; that our continent is criss-crossed by the trails of pilgrims rich and poor, ancient and modern who have always known in their guts that the north and south, east and west of Europe are held together by a common centre potentially instantiated anywhere, positing, by way of a covenant, reconciliation, righteousness, and friendship among peoples as achievable aims.
At a time when Europe’s stability is menaced, when we have increasing trouble articulating what Europe is, this is worth bearing in mind.
Putting the milestone in place with the ambassador of Spain, HE José Ramón Garcia Hernández and the Mayor of Trondheim, The Honourable Kent Ranum.