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Los ritos de la Iglesia romana estructuraron antaño la experiencia en Occidente. Hoy día, sin embargo, nos resultan ajenos. ¿Debería importarnos? Sin duda, debemos responder que sí. Por muy poscristiana que se haya vuelto la sociedad, los ritos conservan su significado civilizatorio. La marca de la herencia litúrgica latina se define por lo esencial. No hay lugar para el exceso. Las auténticas reformas litúrgicas siempre han buscado eliminar –no agregar– aditamentos. Las oraciones de la Iglesia antigua son modelos de concisión, destiladas como el más fino de los licores; sus ritos son sobrios aunque expresivos. Esta tendencia corresponde a una sensibilidad peculiar de Europa Occidental, expresada en los sonetos de Shakespeare, las fugas de Bach o los lienzos de Velázquez. El cineasta Ingmar Bergman lo formuló de este modo: la complejidad del material exige rigor en la forma. Los ritos católicos abordan la mayor complejidad concebible: la irrupción de la eternidad en el tiempo. Son, tanto en el sentido concreto como en el sublime, formativos. Por eso merecen nuestra atención en especial cuando nos debatimos en medio de una época que es cultural, política, estética y religiosamente amorfa.
Tuve ocasión, hace poco, de consagrar una iglesia recién construida. Con una sucesión de pasos simbólicos, la acción litúrgica convierte un edificio, obra de manos humanas, en un tabernáculo, la morada adecuada para una presencia personal. Mediante acciones primordiales que emplean el aceite, el fuego, el perfume y el agua, se escenifica una verdad que comprobamos a menudo: las cosas tienen la capacidad de ser y de convertirse en algo mucho mayor de lo que aparentan. La experiencia nos confirma que es un error juzgar las cosas solo por su aspecto.
Este ritual de consagración prescribe que –antes de que el pueblo ingrese al templo– el obispo oficiante se detenga en la entrada de la iglesia, aún vacía, y exclame trazando una cruz en el suelo con su bastón de pastor: Ecce crucis signum, fugiant phantasmata cuncta, es decir, «¡esta es la señal de la Cruz! ¡que huyan todos los fantasmas!». Los fantasmas son ilusiones. Una ilusión puede ser óptica, generada por una inteligencia humana para divertir, distraer o engañar; puede ser diabólica, una falsedad diseñada por poderes hostiles al florecimiento humano; o puede ser la sutil proyección de un deseo no reconocido, como en los noctium phantasmata, los nocturnos fantasmas evocados en el himno de Completas de la Iglesia, el mismo que Pau Casals puso en polifonía de manera tan impresionante.
Nuestra época conoce otro reino fantasmagórico: el virtual. Condiciona nuestra existencia hasta una dimensión fantástica. Éntrese en el metro de cualquier capital europea y no se verá más que mónadas inclinadas sobre universos personalizados de fantasmas pixelados. La fascinación misma es auténtica. Imagínese una red de estímulos cuyo único propósito sea satisfacerme. No importa que la noción de «yo» no signifique nada en el contexto de los algoritmos creados para alimentarme según las configuraciones de mis clics, reduciéndome a una versión posmoderna y en dos patas del perro de Pavlov: no deja de ser agradable tener la ilusión de que soy el centro del universo, aunque esté acotado a una superficie de 2900 mm2.
Hay investigaciones que sugieren una correlación entre la actual sobreexposición digital y el fuerte aumento de casos de autismo infantil. Esta hipótesis me invita a la reflexión. Cuanto más nazca nuestro sentido del yo de una fantasía excitada artificialmente, tanto más filtraremos el mundo que nos rodea para atenuar su impacto. Hace tiempo que comprendimos que un universo virtual relativiza la verdad. ¿Es posible que también nos haga escondernos de lo real? Lo real, decía Lacan, es aquello contra lo que nos chocamos. Nuestra cultura reduce cada vez más nuestra tolerancia a los límites de cualquier tipo. Un mundo de fantasmas dispuestos por mí, como un demiurgo, para reflejar la imagen que tengo de mí mismo es un mundo sin límites. Solo los encuentro cuando me veo obligado a levantar la vista de mi estanque narcisista: cuando descubro que la persona del asiento de al lado solloza en silencio, cuando un niño que lleva un conejo reclama mi atención, cuando la batería de mi iPhone se acaba. ¿Me encuentro preparado entonces para salir fuera de mí mismo?
Es bueno disponer de un criterio para reafirmar nuestro compromiso con lo real. El rito que he evocado al inicio muestra cómo podría funcionar. Podemos preguntarnos: ¿cuál es el signo con el que yo personalmente me aferro a la realidad y me permite mandar a paseo las ilusiones?
El signo que sostiene la Iglesia es polivalente. La cruz de la historia –ese objeto de infamia– tardó siglos en convertirse en el «signo» de la cruz. El proceso se desarrolló a través de una hermenéutica de impacto. Una lectura de la experiencia cristiana acumulada a la luz de lo realizado en el Gólgota permitió a la Iglesia trazar líneas simbólicas que convirtieron el drama de la historia en un todo coherente. El madero de la cruz se reveló como el antitipo del madero del árbol que había provocado la rendición original de la humanidad a la ilusión. Como «signo», la cruz representa la sanación en la verdad de una comunión fracturada. El pesebre de Cristo, también de madera, prefigura este signo. Así, el arte ha mostrado dicha conexión en las imágenes, a modo de profecía, de Juan Bautista niño presente en la escena de la Natividad llevando un cayado cruciforme o un cordero.
Del mismo modo el signo de la cruz se transformó en un jeroglífico de la encarnación de Dios, esa transgresión sanadora por la que la Omnipotencia cedió el paso al desvalimiento. Gráficamente, la imagen funciona. La intersección de los ejes vertical y horizontal evidencia la gestación teantrópica –divina y humana– iniciada en la Anunciación y finalizada en la Navidad. Es un signo que no se limita en modo alguno al pasado. Lo que se manifestó en Belén es algo más que la gracia singular de un destino individual: ésta es la pretensión cristiana. El «signo» revela un renacimiento de la humanidad, llamada a renunciar a las quimeras de la autosuficiencia, a abjurar de la mentira que dice que el hombre debe ser un lobo para el hombre, a buscar la paz—perspectivas apropiadas para nosotros que constatamos en todo el mundo la erosión de las nociones del bien común—. Para que el signo sea eficaz, se requiere una aptitud receptiva que los cínicos pueden tachar de ingenua, pero que en realidad indica una lucidez superior. Se adquiere a través de cruentas batallas contra la voluntad propia. En el vocabulario cristiano se denomina, simplemente, benevolencia. Indica la voluntad de desear el verdadero bien y el justo provecho de los demás, al tiempo que «castiga» mi ansia de reivindicación, satisfacción y poder. Si buscamos en esta Navidad, en el umbral de 2024, un signo con el que purgar fantasmas nocivos, ya sean interiores o políticos, he aquí una aplicación probada y verificada, reivindicada por una alta autoridad: Gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus bonae voluntatis.
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The rites of the Roman Church once structured experience in the West. They have now become alien. Does it matter? Of course it does. However post-Christian society may have become, the rites retain civilisational significance. The Latin liturgical heritage is marked by essentialism. Prolixity is alien to it. Authentic liturgical reform has always sought to remove, not add, accretions. Even as the ancient Church’s prayers are models of conciseness, distilled like the finest eau-de-vie, her rites are sparse but expressive. This tendency corresponds to a peculiarly Western European sensibility expressed in the sonnets of Shakespeare, the fugues of Bach, the canvases of Velazquez. Ingmar Bergman, the cineast, put it into words when he remarked that complexity of material calls for rigour of form. The Catholic rites engage with the greatest conceivable complexity: the eruption of eternity in time. They are, in both the concrete and sublime sense, formative. Thus they merit attention at a time when we flounder in cultural, political, aesthetic, and religious formlessness.
I recently had occasion to consecrate a newly-built church. Symbolic step by symbolic step the liturgical action turns an edifice, the work of human hands, into a tabernacle, a receptacle fit for a personal presence. By means of primordial gestures using oil, fire, scent, and water a truth is enacted that we ascertain often enough: things have it in them to be, to become, so much more than they seem. It simply does not make experiential sense to evaluate phenomena by appearance only.
The rite prescribes that the officiating bishop should, before people assemble, stand on the still empty church’s threshold and exclaim, while tracing a cross on the floor with his staff, Ecce crucis signum, fugiant phantasmata cuncta: ‘Behold the sign of the cross! Let all phantasms flee!’ Phantasms are illusions. An illusion may be optical, generated by human intelligence to divert, distract, or deceive; it may be diabolical, falsehood designed by powers inimical to human flourishing; or it may be the subtle projection of unacknowledged desire, as in the noctium phantasmata evoked in the Church’s compline hymn so hauntingly set in polyphony by Casals.
Our time knows a further phantasmagorical realm: the virtual. It conditions our existence to a fantastic extent. Step into a metro train in any European capital. All you see are monads bent over customised universes of pixellated phantasmata. The allurement is real. Fancy a web of stimuli existing for the sole purpose of satisfying me! Never mind that the notion ‘I’ means nothing in the context of algorithms set up to feed me according to the configurations of my clicks, reducing me to a two-legged, postmodern edition of Pavlov’s dog: it is sweet to entertain the illusion that I am the centre of the universe, albeit restricted to a surface of 2900 mm2.
Studies suggest correlation between digital over-exposure and a sharp rise of autism in children. The hypothesis makes me thoughtful. The more our sense of self is born of nurtured fancy, the more we shall filter the world around us to attenuate its impact. We have long since grasped that a virtual universe relatives truth. Might it, too, make us take shelter from the real? The real, said Lacan, is what we butt against. Our culture increasingly wears down our tolerance to limits of any kind. A world of phantasms arranged by me, as demiurge, to mirror my self-image is an unbounded world. I meet boundaries only when I am forced to look up from my Narcissus’s Pond: when I find that the person on the seat next to mine is quietly sobbing, when a child carrying a rabbit claims my attention, when my iPhone battery runs out. Am I then prepared to step outside myself?
It is good to have a criterion by which to re-affirm commitment to the real. The rite I have evoked shows how this might work. We can ask: Which is the sign by which I personally ground reality and send illusions packing?
The sign the Church holds up is polyvalent. It took ages for the cross of history — an object of infamy — to become the ‘sign’ of the cross. The process evolved through a hermeneutic of impact. A reading of accumulated Christian experience in the light of what was accomplished on Golgotha enabled the Church to draw symbolic lines that pulled the drama of history into a coherent whole. The wood of the Cross was revealed as the anti-type to the wood of the tree that had occasioned humanity’s original surrender to illusion. As ‘sign’ the cross stands for the healing in truth of fractured fellowship. Christ’s manger, likewise of wood, was found to prefigure this sign, a connection shown in art by the infant Baptist attending the Nativity carrying a cruciform staff or a lamb by way of prophecy.
Thus the cross-sign morphed into a hieroglyph for God’s incarnation, that healing transgression by which Omnipotence yielded to powerlessness. Graphically, the image works. The intersection of the vertical and horizontal axes evidence the theanthropic gestation begun at the Annunciation, accomplished at Christmas. It is a sign in no ways confined to the past. What was manifest in Bethlehem, such is the Christian claim, is more than the singular grace of a specific destiny. The ‘sign’ reveals a renaissance of humanity, called to relinquish chimeras of self-sufficiency, to abjure the lie that man must be to man a wolf, to pursue peace — pertinent prospects for us who ascertain worldwide the erosion of notions of the common good. For the sign to be effective, a receptive quality is called for which cynics may dismiss as naive, but which in fact signals superior lucidity. It is acquired through bloody battles against self-will. In Christian vocabulary it is called, quite simply, benevolence. It indicates the will to desire the true good and just advantage of others while chastising my lust for vindication, satisfaction, and power. Should we seek this Christmas, on the threshold of 2024, a sign by which to purge noxious phantasmata, be they interior or political, here is an application tested and tried, vindicated by high authority: Gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus bonae voluntatis.